Regreso a Wuhan dos años después: Miedos y dudas en el origen de la pandemia

Regreso a Wuhan dos años después: Miedos y dudas en el origen de la pandemia

Miembros del equipo de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que investigan los orígenes del coronavirus COVID-19 llegan en automóvil al Instituto de Virología de Wuhan en Wuhan en la provincia central de Hubei en China el 3 de febrero de 2021 (Foto de HECTOR RETAMAL / AFP)

 

Jaime Santirso fue uno de los siete periodistas internacionales que permanecieron en Wuhan en la mañana del 23 de enero de 2020, cuando el Partido Comunista Chino decretó el confinamiento de la ciudad. Dos años después vuelve a andar sobre sus pasos, en vísperas de la publicación de su libro ‘Los primeros días’ (Ed. Altamarea), un relato del estallido de la pandemia desde su epicentro.

Por Jaime Santirso / abc.es

El guardia de seguridad y yo nos escrutamos sin decir palabra a través de las pantallas de nuestros teléfonos móviles. Los objetivos se apuntan mutuamente, a varios metros de distancia, grabando el encuentro. Supongo que una sensación similar debía acompañar los duelos a revólver en el Lejano Oeste, con la densa calma previa a los

disparos solo interrumpida por matojos rodando calle abajo mientras los testigos contenían el aliento. El escenario actual, sin embargo, no podría ser más diferente: estamos en el mercado de Huanan, el foco original de la pandemia. Tras un minuto, me aventuro a romper el silencio.

—¿Qué tal?

—¡Mal!

De entre todos los lugares polémicos y peligrosos, nadie hubiera podido imaginar que el que transformaría el mundo sería este, un anodino pabellón en la ciudad china de Wuhan. Wuhan. Un nombre que suena, lo hará para siempre, a misterio, a muerte; a todo lo que todavía no se sabe, a todos los que ya no están. En las primeras horas del 23 de enero de 2020 la urbe quedó confinada ante la propagación de un nuevo coronavirus, descubierto apenas dos semanas antes entre los tenderetes de este mercado. De aquella no lo sabíamos pero nuestras vidas, sin excepción, acababan de cambiar.

Algunas, simplemente, lo hicieron antes. Como la de este reportero, que aquella mañana se encontró atrapado en la ciudad, junto a once millones de habitantes y otros seis periodistas internacionales encargados de contar qué era lo que sucedía allí. Unos días marcados por la incertidumbre que la realidad pierde al pasar de los periódicos a los libros de Historia, cuando de pronto aparece una amenaza desconocida que pone en peligro nuestra existencia.

Dos años después, mis pasos me conducen de nuevo hacia el mercado de Huanan. A principios de diciembre de 2019, los hospitales de Wuhan comenzaron a detectar los primeros casos de una extraña neumonía. Los pacientes compartían un vínculo común: este lugar; o trabajaban en los puestos o habían acudido a ellos a comprar. Aquí se comercializaba todo tipo de animales, tanto vivos como muertos, en pésimas condiciones higiénicas y sin control sanitario alguno. Terreno fértil para un patógeno que, se cree, saltó de ser vivo en ser vivo, adaptando su código genético hasta hacer saltar el cerrojo de las células humanas. Si existe otra explicación, como un escape accidental de laboratorio, quizá nunca lo sepamos con certeza; pese a las mascaradas de la Organización Mundial de la Salud en sus reiteradas visitas a la ciudad, siempre bajo férreo control de las autoridades chinas.

En un principio, el Gobierno regional trató de encubrir lo que ocurría en la ciudad. Una de sus primeras medidas consistió en cerrar el mercado, que dejó de estar operativo el 1 de enero de 2020. Trece días más tarde se detectó en Tailandia la primera infección fuera del país: una mujer que había visitado Wuhan sin poner pie en el lugar. Las mentiras oficiales comenzaban a desmoronarse. China no reconoció en público la transmisión entre humanos hasta el 20 de enero. Para entonces la expansión del virus ya era imparable.

Historia «oficial»

El mercado de Huanan consta de dos naves, este y oeste, separadas por la calle Xinhua, ‘nueva China’. A cada una de ellas se accede –se accedía– a través de la acera más próxima. Once pasajes paralelos de puestos enfrentados se adentran en su interior. La evolución de la zona cero revela cómo maneja la memoria un país donde esta lleva adjunto el adjetivo «oficial».

En aquellos primeros días, una frágil cinta policial tendida de poste a poste impedía el acceso, pero aún era posible divisar el interior. Bajo los soportales todavía reposaban las neveras que algunas tiendas empleaban para almacenar el género, también los letreros anunciando el nombre y los productos a la venta. ‘Juyuan Haixian Shanghang’, (Tienda de mariscos Juyuan), rezaba uno de ellos.

«Entre ambos lados debe de haber un total de quinientos puestos», calculaba entonces uno de los tres guardias apostados allí, sin más ocupación que transitar de arriba abajo la acera que le había tocado vigilar. De aquella, existía entre las fuerzas de seguridad y los corresponsales extranjeros una suspensión de la suspicacia mutua. Ambos teníamos un enemigo común: el virus. Yo, como periodista, no quería entorpecer su labor; ellos tenían cuestiones más urgentes de las que preocuparse.

Meses después, las cintas policiales fueron sustituidas por altas vallas de plástico amarillo. Hoy, estas han sido reemplazadas a su vez por otras de acero. Sus extremos dibujan cuidados mosaicos geométricos y están adornadas con elegantes reproducciones de tintas chinas clásicas y maceteros de plantas en flor. No es un arreglo temporal: es la delimitación que traza la historia según el Partido Comunista.

«¡Debes respetar a China!»

Mascarilla y gafas de sol ocultan mis facciones caucásicas, pero basta una aparición de mi teléfono en posición de fotografiar para que dos individuos que caminan a mi lado, uno de ellos vestido de paisano y otro uniformado, reparen de inmediato en mi presencia. No detienen el paso. Siguen avanzando, volviendo la vista atrás en varias ocasiones para mantenerme localizado, mientras echan mano al bolsillo. Es cuestión de minutos que la policía haga acto de presencia.

En efecto: al instante aparece un coche patrulla del que se apea una pareja de agentes. Tras presentarme como periodista, les hago entrega de mi pasaporte y la acreditación expedida por el ministerio de Exteriores chino que me reconoce como tal.

—¿De qué país es tu medio?

—De España.

Parecen aliviados con mi respuesta: al menos no soy americano, británico o, dios no lo quiera, de la BBC.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—He venido a ver el lugar. Estuve aquí hace dos años.

No hace falta explicar más. En el rostro del policía se dibuja un gesto de comprensión. También un ápice de aquella tregua; quizá sea una ilusión.

—Ya veo, querías venir a ver cómo ha cambiado este sitio, ¿verdad?

Acto seguido, ametralla un interrogatorio improvisado.

—¿De dónde vienes? ¿Qué vas a hacer aquí exactamente? ¿En qué hotel te alojas? ¿Cuántos días vas a estar? ¿Qué otros lugares vas a visitar?

Tras contestar a sus preguntas se despiden, cordiales, y continúo fotografiando el lugar. Pero eso no es todo. Cruzo al otro lado de la calle y mientras trazo una panorámica me encuentro con un segundo guardia de seguridad que insiste en meterse en mi plano, con la cámara de su teléfono apuntándome. Antes de que pueda interesarme por el motivo de su malestar, se anticipa con una consulta recurrente.

—¿De dónde eres?

—De España. Acabo de hablar con la policía. ¿Por qué no puedo hacer fotos?

—‘Mei you shenme weishenme!’, «¡Porque no hay por qué!»

No puedo reprimir una sonrisa ante su hermosa aliteración. Su paciencia se agota y arranca una diatriba iracunda.

—¡Debes respetar a China! ¡Tienes que ir a registrarte a comisaría! ¡Eres un invitado de China!

Pese a la oportunidad de participar en una edificante conversación, la labor me llama. Le anuncio que me tengo que ir y me doy media vuelta. Él se queda plantado, su teléfono fijo en mí. Tras abandonar el lugar, un coche camuflado me sigue a velocidad reducida por el carril más próximo de la carretera. Cuando alcanzo la estación de tren de Hankou, quinientos metros más allá, desaparece entre el tráfico.

Una nueva amenaza

Allí, decenas de personas se agolpan frente al pórtico de entrada, escaneando el código QR de la aplicación digital que funciona como salvoconducto para desplazarse. China extrema estos días las medidas de prevención mientras enfrenta el mayor número de casos activos desde el estallido de la pandemia. Hasta nueve poblaciones, entre ellas la capital Pekín, han detectado contagios de la variante ómicron y muchas otras luchan contra rebrotes de delta, un repunte que pone a prueba la política de covid cero adoptada por el país. Wuhan, que presume de ser «la ciudad más segura del mundo», se ha blindado: para entrar es obligatorio presentar una prueba realizada no más de 48 horas antes.

Ante esta nueva oleada, las autoridades han recurrido a la instalación de hospitales de campaña diseminados por el territorio nacional, donde enfermos y contactos próximos cumplen cuarentena. El primero de todos ellos se encuentra en Wuhan. Se trata del hospital Leisheshan, erigido en menos de diez días tras una carrera contra el tiempo y el virus que despertó la admiración del mundo durante los peores días de la pandemia en la ciudad.

El lugar, con capacidad para un millar de pacientes, luce ahora cubierto por tapias. Una ojeada a través de un local próximo, no obstante, revela que la construcción sigue en pie, descubrimiento al que acompañan los alaridos de los agentes de seguridad ahuyentado al curioso y la exigencia de borrar las imágenes. «El hospital de Leisheshan está cerrado en este momento. El personal regular es responsable de su mantenimiento. Si hay un nuevo rebrote, será utilizado si es necesario», explica a ABC la Comisión de Salud de la provincia de Hubei.

Dolor y heroísmo

El hermetismo con el que Wuhan gestiona el recuerdo de la pandemia afecta, por encima de todo, a aquellos que lo vivieron más de cerca. Un antiguo colaborador, ahora residente en el extranjero, revela que «la policía secreta me ha advertido que no hable con extranjeros». «Entrevistar a médicos, enfermeros o pacientes es imposible», apunta otro. La ciudad acumula 50.340 de los 105.547 casos (47 por ciento) que las cifras oficiales registran hasta la fecha, cómputo que no ha aumentado en meses. El número real de víctimas, no obstante, sigue siendo un misterio.

Pese a las trabas gubernamentales y la cautela de los afectados, ABC ha logrado recabar el testimonio de una paciente, una mujer que por motivos de seguridad prefiere no desvelar su identidad. «Al principio no estaba muy preocupada, era optimista. Pero un par de días después del cierre empecé a toser, por lo que mi marido y yo fuimos a hacernos una prueba. Él dio negativo, pero yo di positivo. Mi mente se quedó en blanco durante unos segundos, no sabía qué hacer, sobre todo teniendo una hija pequeña», rememora.

Los días siguientes tuvo fiebre y tos, pero aunque sus síntomas eran leves fue trasladada a un hospital de campaña. «Allí estuve dos semanas, luego pasé a otro hospital y por último a un centro sanitario. En total fueron dos meses. Durante ese tiempo mi salud sufrió altibajos, daba negativo y después volvía a dar positivo. Esos días fueron los más duros, me preocupaba no poder salir nunca, echaba de menos mi casa, mi familia, mi hija…». Aún así, se considera una afortunada. «Cuidaron muy bien de mí. Acudieron médicos de todo el país a ayudarnos, eran como nuestra familia. En el hospital de campaña organizaron todo tipo de actividades para mantenernos ocupados, como ejercicio físico, karaoke o clubs de lectura».

En estas instalaciones trabajaban voluntarios como Andy, una joven que prefiere emplear su nombre en inglés. No todo el secretismo responde a motivos políticos: al preguntarle por su edad, responde coqueta «¿Cuántos crees que tengo?», y desestima las halagadoras estimaciones sin ofrecer respuesta. «Días antes del confinamiento envié a mi hijo a casa de mi madre, en un pueblo 200 kilómetros a las afueras. A finales de febrero presenté mi solicitud para participar como voluntaria en la campaña gubernamental. No tenía miedo, quería saber lo que estaba pasando y tener una historia que contarle a mi hijo, para que viera que su madre es fuerte e hizo algo importante por la ciudad».

«Spiderman decía que un gran poder conlleva una gran responsabilidad, ¿no?», añade sonriente. «Mi poder es pequeñito, pero tenía que hacer algo». Durante dos meses y medio colaboró en un hospital de campaña y en labores de asistencia vecinal, hasta que Wuhan volvió a abrir sus puertas. «Entonces salté en mi coche para ir al encuentro de mi hijo». Solo en esta parte del relato su voz se quiebra.

Quien también quiso saber qué estaba pasando fue Jack, un director de campañas publicitarias que, de nuevo, opta por ofrecer su nombre en inglés. Tras el cierre, decidió que su equipo de grabación podía servir otro propósito. «Quería documentar la ciudad para enseñárselo a mis hijos el día de mañana y que sepan lo que sucedió más allá de la historia oficial». «Los medios estatales solo cuentan una parte», explica mientras sus manos cubren un cuarto de su taza de café, «pero me gustaría poder mostrarles algo más, lo que yo vi». Cuando su esposa, que le acompaña, hace ademán de señalar la taza completa, él la corrige. «Al menos la mitad».

Para todos ellos, las preguntas respecto al origen del virus son las menos importantes de las planteadas. «No lo sé, y no tengo información para saberlo», apunta Jack. Andy se encoge de hombros, antes de recalcar que «mucha gente en China opina que el virus se creó en Estados Unidos». Es el caso, por ejemplo, de la paciente anónima: «Creo que lo más probable es que el virus viniera de otros países durante los Juegos Militares [celebrados en Wuhan en octubre de 2019] pero, por supuesto, solo es una suposición». Todos ellos comparten, asimismo, la esperanza de que el recuerdo de aquellos primeros días quede, de una vez por todas, en el pasado.

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