León Sarcos: El valor de la palabra

León Sarcos: El valor de la palabra

La historia de la humanidad es expresión de un concierto de aspiraciones, contrastes, confrontaciones y consensos, siempre en busca de la libertad, sostenidos con las singularidades de millones y millones de seres humanos que han aportado y logrado acordarse en instituciones, principios, leyes y normas que han hecho posible, respetando a los otros, la convivencia política y social. En occidente nadie las ha creado por su voluntad ni las ha impuesto. Solo después de mucho aprendizaje civilizatorio hemos aceptado que regulen nuestras vidas junto con las de los otros.

De todo ese hermoso sistema que hemos creado, la palabra ha sido el alma que ha inspirado y ha hecho funcionar ese complejo e inconmensurable engranaje llamado humanidad. La libertad, la razón y el sentir principal para lograrlo. La propiedad y la responsabilidad individual la fuente de la superación permanente; y el mérito, la tolerancia y el pluralismo, el mandala del flujo y reflujo de todos los acertijos sociales. 

George Orwell se adelantaría a avizorar con mucha antelación, con sus novelas de ficción 1984 y Rebelión en la granja antecedentes de este espectáculo en tránsito, un segmento de la historia de mayor desarrollo tecnológico y científico en auge simultáneo con la anarquía y el totalitarismo. De Orwell escribiría un contemporáneo, también escritor de ficción y fundador del genero conocido como Terror Cósmico, H.P Lovecraft: Orwell no es un escritor de fantasías o de anticipación, sino un contemporáneo eterno que descubrió dos cosas: que el anhelo humano de libertad no puede sofocarse del todo y que no por ello dejaran de intentarlo sus enemigos.





Tenía un olfato tan agudo como el de un elefante para percibir el desagradable olor narcotizante de la mentira política, y se entregó casi por completo al propósito de levantar con la calidad de su escritura una muralla defensiva contra el totalitarismohoy tan de moda en lo político y lo digital, cuyo principal objetivo consiste en corromper el lenguaje en su esencia para que deje de ser útil a la verdad, a la libertad y a la vida. 

El mundo está hecho de palabras. El nombre que nos nombra está hecho de palabras. El inicio, el crecimiento y los límites y el final de cada uno están hechos también de palabras. Todo el que rompe el propósito que las nombra las corrompe. Las palabras están hechas de precisiones que nos alumbran en la noche más oscura. Nos animan contra los peligros y nos alertan de males que nos acechan. Saben mimetizarse en onomatopeyas en días felices, de amor y gloria. Nos iluminan por las mañanas en estrellas que se resisten y nos alientan con oraciones antes de irnos a dormir. Tienen códigos secretos para abrirse y memoria mágica para guardarse. En nuestras tragedias aparecen con nombres divinos y hasta cuando hemos perdido la fe resurgen alentadoras como racimos de un arco iris de flores en primavera. Son solitarias compañeras de viaje antes y después del último suspiro.

Pero las corrompe todo aquel que las niega con su comportamiento o desdice de ellas una vez que se han asumido como doctrina. Cuando se vuelven libro sagrado y el sacerdote o el predicador las mancilla. Cuando el militar traiciona su juramento profesional de fidelidad a la patria, a la soberanía y a sus ciudadanos. Cuando el medico falta a su juramento hipocrático. Cuando el profesor por religión o ideología falsifica la verdad. Cuando el juez dicta sentencia por un soborno. En fin, cuando se traicionan, cuando se vulneran, cuando se utilizan con el único propósito de alterar los hechos, de falsear la verdad para crear un nuevo orden o realidad totalmente falsificados y subhumanos.

En política es mucho más grave, pues si la palabra se corrompe, el lenguaje político también. Se desnaturaliza el discurso, se vuelve simulación, mentira y, peor aún, se corrompe la ley, y con ella la democracia y todas sus instituciones.

En esa nefasta intención de cambiar la realidad a partir de un discurso que nominalmente lo cambia todo y en el que la responsabilidad de lo malo siempre es de un tercero, los revolucionarios en América Latina históricamente han echado mano con frecuencia a la mentira como un elemento consustancial a nuestra idiosincrasia, para hacerle sentir a la gente que todo se transforma sin que pase absolutamente nada. La gente sabe que mienten, lo siente, lo padece, lo vive diariamente, dentro de su casa y más rápido cuando sale a la calle, pero es como la mujer que recibe cuernos: «Lo quiero, y qué, con tal y me traiga la comida», que tampoco lleva, por cierto.

De ahí que Octavio Paz haya escrito en El laberinto de la soledad: «La mentira posee una importancia decisiva en nuestra vida cotidiana, en la política, el amor, la amistad. Con ella no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismosDesde el Alba misma de la Independencia. La mentira política se instaló en nuestros pueblos casi constitucionalmente. El daño moral ha sido incalculable y alcanza zonas muy profundas de nuestro ser. Nos movemos en la mentira con naturalidad. De ahí que la lucha contra la mentira oficial y constitucional sean el primer paso de toda tentativa seria de reforma».

Han transcurrido entre el 13 de abril de 2013 y la misma fecha en 2021 ocho largos años de martirio del pueblo venezolano. Son muchos años de discursos, largas y fastidiosas intervenciones, que incluyen los logros más inverosímiles, cifras exorbitantes de construcción de viviendas y desmesurados logros sociales en los que no se habla nunca de la diáspora, de desempleo e hiperinflación, de la desnutrición, del desastre educativo, sino que se exaltan unos famosos motores económicos, que van a encenderse para llevarnos a un paraíso parecido al cubano, de donde hoy todos quieren irse después de más de 60 años de cautiverio. Esos motores o se los vendieron fundidos o los quemó la mano inexperta de la impericia militar en asuntos que no les conciernen.

No podemos pedirles a los venezolanos que le tengan confianza al Gobierno en una negociación en la que ya se siente desde lejos que hay de todo menos alguna intención de llegar a un acuerdo que ponga en riesgo la permanencia de Maduro de la presidencia.  Ninguna palabra de ninguno de los miembros del Gobierno tiene valor. Hace mucho tiempo lo perdió, está corrompida, está dirigida a fines opuestos al estado de derecho y al libre intercambio, a la libertad, a la alegría, al bienestar, a la riqueza material y espiritual, anhelo casi unánime de los venezolanos.

 Confiar en la palabra del régimen equivale a dar un voto de confianza a los talibanes en Afganistán, para que respeten la condición de la mujer y la amnistía que han ofrecido a los empleados públicos. No sé qué será más alentador, si aceptar la vida para vivirla en pánico latente o llenarse de un coraje sinigual y ofrecerla como lo ha hecho la joven alcaldesa de la ciudad de Maidan Shahr, Zarifa Ghafari: Estoy sentada aquí con mi familia esperando que vengan a matarme.                                                                                                   

León Sarcos, agosto 2021