Luis Alberto Buttó: ¡Qué pena con la visita!

Luis Alberto Buttó: ¡Qué pena con la visita!

Luis Alberto Buttó @luisbutto3

A los de mi generación en nada le es extraña la expresión: ¡Qué pena con la visita! Era, palabras más, palabras menos, una especie de sentencia de muerte, que ciertamente sería dolorosa, proferida al final del juicio sumario que se ventilaba en apenas el par de segundos en que mamá, tía o abuela (en especial ésta) te miraba amenazante con espadas de fuego en los ojos y lanzaba al aire la fatídica expresión. Todos sabíamos lo que significaba: en la opinión indiscutible del fiscal-juez-jurado que dictaminaba sobre el caso, habíamos cometido una malcriadez imperdonable delante de aquel o aquellos que visitaban la casa. Sabíamos también que la única redención posible era la implacable acción que venía de allá para acá de manera inexorable: un par de coñazos bien dados. By the way, el asunto ya se contó y resultó en trauma cero; perdió esos reales el terapeuta.   

Lo intragable de todo esto es que aun en los tiempos que corren, hay gente a la cual pareciera no darle pena con la visita, en tanto y cuanto hacen y deshacen sin prurito alguno, a sabiendas de que lo acometido implica desdecirse un día sí y el otro también y/o negar en la práctica cotidiana toda la fanfarria discursiva que permanentemente pregonan y que, al final del cuento, representa apenas vulgar ejercicio de impúdica hipocresía. Ejemplos de lo dicho sobran por doquier y quizás se ilustran mejor a partir de ciertas comparaciones históricas. Verbigracia. En los Estados Unidos, en las últimas décadas del siglo XIX, un obrero no calificado ganaba alrededor de nueve dólares semanales. Ésa fue la época de las huelgas de obreros en conquista de jornadas de ocho horas de trabajo diarias que tuvo su epítome en los sangrientos sucesos de Chicago que dieron origen a la conmemoración del 1° de mayo como Día Internacional del Trabajador. Nueve dólares de salario promedio semanal en medio de un capitalismo voraz por primigenio, donde las leyes que favorecían a la clase trabajadora eran prácticamente inexistentes.

Téngase lo anterior en mente para contrastarlo con la realidad venezolana transcurridos más de 130 años de aquel mayo glorioso, que diría un sindicalista de esos que honran el papel desempeñado. Recuérdese también que estamos hablando de socialismo, no de capitalismo, porque éste, supuestamente, es pernicioso para el trabajador. Al cambio oficial del día en que estos párrafos se teclean, el salario mínimo de un trabajador venezolano es de 2,27 dólares mensuales. El pomposamente llamado salario integral (salario mínimo + bono de alimentación; aunque esto último no genera prestaciones de ningún tipo) es de 4,54 dólares mensuales. En el primer caso, apenas 6,30% de lo que ganaba un obrero norteamericano en las peores condiciones laborales del capitalismo de ese país. En el segundo caso, 12,6% de lo dicho. No cabe duda señor: ¡Qué pena con los mártires de Chicago!     





Obviamente, esos salarios de ignominia no alcanzan ni para la más magra alimentación. Educación, salud, vivienda, esparcimiento, transporte, ahorro; nada de eso existe. Son lujos pequeño-burgueses que el trabajador tiene prohibido darse. Dirían, entonces, y con sobrada razón, los padres fundadores del llamado (petulancia insoportable de por medio) socialismo científico, que los trabajadores venezolanos, no sólo los manuales, sino incluso muchísimos intelectuales, están sometidos a un proceso voraz de sobreexplotación, pues la contraprestación que reciben por el empeño que le ponen en la lucha cotidiana por la subsistencia se encuentra años luz de la dignidad y justicia merecidas, pues no cubren ni siquiera la más elemental reproducción individual de la fuerza de trabajo. Léase claramente lo de individual. Con esos salarios ningún trabajador come, menos puede aspirar alimentar a su familia. No es hambre de a poquito; es hambre por montones. De nuevo, sin duda alguna: ¡Qué pena compañerito con los señores Carlos Marx y Federico Engels!      

Menos mal que el 1° de mayo pasó este año por debajo de la mesa. De lo contrario, se les hubiese caído la cara de vergüenza con la visita. 

@luisbutto3