“¡Este es un atraco!”, contó Juan que escuchó decir a tres criollos que cada vez se acercaban más al sitio donde él y su compañero Merecio Torres de 25 años estaban pescando, en la laguna El Bañador, aguas del Orinoco, territorio de Macapaima. Era un sábado 11 de abril a las 9:00 de la mañana.
Por Laura Clisánchez / correodelcaroni.com
De inmediato Juan, warao de la comunidad de Cambalache como Merecio, soltó el tren de pesca que tenía en sus manos, y sintió un pinchazo en la oreja: uno de los criollos le había enterrado una puya durante el atraco. “Llévate el pescado, llévate los trenes, pero déjanos tranquilos, déjanos en paz”, decía asustado, pero los delincuentes se llevaron más que eso: mataron a su compañero de pesca.
Merecio intentó defenderse del asalto, y con canaleta en mano le asestó un golpe en la frente a uno de los asaltantes. Fue tal hazaña lo que marcó el final de sus días, pues resuelto a no dejar pasar la afrenta, otro criollo lo golpeó con saña en la nuca. Lo sometió de tal forma que pudo amarrarlo, meterle un pedazo de camisa en la boca y luego ahorcarlo con un mecate hasta arrancarle el último aliento de vida. Todo esto a 100 metros de la laguna a la que tantas veces fue con Juan a pescar, a buscar alimento para sus familias, la misma laguna donde pesca de 20 a 30 curiaras en promedio, diariamente.
Un sobreviviente de esa mañana, Juan Beria, lo recuerda: “Esa gente mató a este hombre como matar a un animal (…) a él lo matan casi encima de mí, lo mataron, lo ahorcaron con un mecate, y así está ahorita, como lo dejaron ellos ahí, amarrado ahí”.
Es que el cuerpo de Merecio, para el martes 14 de abril, aún yacía en Macapaima, territorio del estado Anzoátegui. Al ser un asesinato, le corresponde al Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc) levantar el cuerpo, cumplir con la autopsia, entregarlo a la familia, y estos no cuentan ni con gasolina ni con dinero para trasladarse.
A Juan lo dejaron amarrado de pies y manos junto al muerto. También tenía un trapo metido en la boca que gracias a la providencia -como él atribuye- se le salió. Solo así logró que el domingo 12 de abril, también en la mañana, unos cazadores de venado lo rescataran y lo llevaran de vuelta a Cambalache. “Si no, yo estuviera deshaciéndome, así como está mi compañero”.
Más de 20 curiaras pescan juntas en la laguna donde ocurrió el hecho, y Juan todavía atribuye el ataque a que ellos tenían más suerte en la pesca que los criollos que optaron por agredirlos, robarles sus trenes de pesca y la comida del día. Para aquella mañana ya tenía medio saco lleno de pescado.
“Ellos tiraban sus trenes, pero no cogían nada porque las mallas eran grandes y los pescados salían por la malla”, intervino emocionado el cacique de la comunidad, Venancio Narváez, empeñado en ayudar a Juan a reconstruir nuevamente el relato como si él mismo presenció los acontecimientos.
“Esas son bastantes curiaras que pescan ahí, ahí todo el mundo pesca. A lo mejor ellos pensarán que estábamos en la laguna de ellos”, continuaba relatando Juan.
Mientras Juan contaba lo sucedido, mostraba sus muñecas y piernas rotas por la fricción del mecate con el que lo amarraron de pies y manos junto al cadáver de su compañero. Así permaneció por más de 24 horas sintiendo cómo el cuerpo inerte a su lado se descomponía.
Las extremidades del pescador seguían hinchadas a pesar de haber pasado dos días y en ocasiones mientras relataba los hechos se le escapaba una mueca de dolor. Todavía no ha recibido atención médica porque en su comunidad no hay módulos operativos. “Logro calmar el dolor con una pastilla que me dio una comadre”.
Juan es uno de los indígenas waraos que viven de la pesca en aguas del Orinoco, ahora está tan magullado que no puede mover un canalete, sin embargo, no conoce otra forma de ganarse el pan, o el de sus hijos. Y ahora la pesca no es segura.
La última vez que salió a la faena a la laguna de Macapaima le costó la vida de su compañero, cuya familia ahora culpa a Juan de lo sucedido. “De esa familia él es el único interesado que él tenía, fue cuatro veces conmigo a pescar, a la cuarta vez fue cuando nos asaltaron”, dijo.
Del otro lado del sitio donde Juan, sentado y rodeado de su familia contaba por al menos quinta vez lo sucedido, estaba la suegra de Merecio, Elena Navarro, con el rostro ensombrecido por el luto. Sentada en un chinchorro lloraba indignada, con la mirada perdida como quien acababa de perderlo todo. Necesita al menos 40 litros de gasolina para buscar el cadáver.
La suegra del difunto es parte de la población flotante que viene desde el Delta del Orinoco. Es parte de los miles de waraos que abandonan sus hogares y se desplazan a las ciudades en busca de comida, medicinas y mejores condiciones de trabajo. Hasta hace unos meses muchos de ellos vivían del contrabando de gasolina, pero la escasez del combustible y la persecución del negocio, terminó con ese sustento para la comunidad. Son cada vez más los indígenas que se desplazan desde los caños del Orinoco hasta las urbes de otros estados como Bolívar, e incluso otras fronteras como Brasil, así lo ha monitoreado la asociación civil Kapé Kapé.
La familia de Elena, y del difunto Merecio llegó a Cambalache a inicios de enero, como otros tantos buscando mejorar sus condiciones de vida. Lo que en el momento ella no sabía es que la comunidad que sería su destino estaba en peores condiciones que la que dejó atrás.
“No tenemos gasolina, no tenemos motor, no tenemos curiara”, decía Elena mientras se sujetaba la cara entre las manos y mecía la cabeza de un lado a otro. Venancio la interrumpió para consolarla con sus palabras, para decirle que la concejala indígena, Yamilet Beria, prometió el pasado martes que haría todo lo posible para llegar allá y poder enterrar al muerto.
“Ve lo que comen, una auyama porque presa no tienen. La mayoría entre hombres y mujeres estamos viviendo así en la cuarentena”, decía Venancio al tiempo que señalaba las cacerolas vacías en la casa de Elena, que en realidad son cuatro troncos sin techo, a la orilla del río, con bolsas de ropa alrededor y un periquito amarrado a la trenza de un zapato.
A San Francisco de Guayo, la comunidad de Elena, no hay otra vía de acceso que la fluvial, su yerno ya no estaba para ayudarla, y no podía volver a su hogar: Tobe Wabanok. “No podemos salir a ninguna parte porque los criollos ya nos tienen a azotes por ahí. Andan matando a los muchachos, hay madres que quedan solteras con 10 hijos”, intervino Carmen Díaz, la sobrina de Juan que también hizo de intérprete. Ella comentó que la pesca ya no era segura, a los indígenas que salen a pescar, o los roban o los matan.
“Por favor, tráiganme a mi esposo, para yo verlo por última vez, que su hija también lo vea, como es mi esposo, necesito que lo traigan, que lo ayuden”, dijo en warao María Reina Torres, mientras la sobrina de Juan, Carmen Díaz, traducía. “No hay nadie que me ayude, ¿qué voy a hacer?”, dice su esposa en su lengua nativa, con un hilo de voz que casi no necesitaba traducción.
Elena siente que Juan tiene la culpa de que su yerno ahora esté muerto. “No es que me los llevé a juro (para la laguna a pescar), es que ellos estaban pasando necesidad y no había quién les diera comida”. Para Merecio, pescar con Juan significaba proveer no solo para su esposa e hija (Yumirde, 6 años), sino para los ocho hijos de su suegra.
En la familia nadie entiende, solo saben que esas muertes ya son rutina en los caños: “Nos están cazando”.