Ricardo Hausmann: Luchar contra la corrupción no acabará con la pobreza

Ricardo Hausmann: Luchar contra la corrupción no acabará con la pobreza

CAMBRIDGE – Los países son pobres porque tienen gobiernos corruptos. Y, a menos de que de que sean capaces de garantizar que los recursos públicos no van a ser desviados y de que el poder público no va a ser empleado con fines de lucro personal, continuarán siendo pobres, ¿no es así?

Ciertamente, es tentador creer lo anterior. Al fin y al cabo, ésta es una narrativa que claramente vincula la promesa de la prosperidad con la lucha contra la injusticia. Según lo expresara el Papa Francisco en su reciente viaje a América Latina: “la corrupción es la polilla, la gangrena de un pueblo”. Los corruptos merecen ser “atados a una piedra y arrojados al mar”.

Es posible que así sea. Pero ello no hará que sus países sean más prósperos.

Consideremos los datos. Probablemente la mejor forma de medir la corrupción sea a través del Indicador de Control de Corrupción, publicado por el Banco Mundial desde 1996 para más de 180 países. Este indicador muestra que si bien las naciones ricas tienden a ser menos corruptas que las más pobres, los países que son relativamente menos corruptos para su nivel de desarrollo, como Ghana, Costa Rica o Dinamarca, no crecen más rápidamente que otros.

Y los países que mejoran su posición en el indicador, como Zambia, Macedonia, Uruguay o Nueva Zelanda, tampoco crecen más rápido. En contraste, como lo sugiere el Indicador de Efectividad Gubernamental del Banco Mundial, los países que, dado su nivel de desarrollo, tienen gobiernos relativamente efectivos o mejoran sus resultados, de hecho tienden a crecer de manera más rápida.

Por alguna razón – que probablemente tenga que ver con la naturaleza de lo que Jonathan Haidt, de New York University, ha llamado nuestras “mentes virtuosas” – nuestros sentimientos morales están fuertemente relacionados con un sentido de empatía frente al daño y a la injusticia. Es más fácil movilizarse en contra de la injusticia que a favor de la justicia. Nos entusiasma más luchar contra el mal – por ejemplo, el hambre y la pobreza – que a favor del bien, por ejemplo, el tipo de crecimiento y desarrollo que crea una abundancia de alimentos y de medios de vida sostenibles.

Algunas veces, ir del “mal” al “bien” correspondiente, es simplemente cuestión de semántica: luchar contra el racismo significa luchar por la no discriminación. Sin embargo, en el caso de la corrupción, que es un mal producido por la falta de un bien, atacar el mal es muy diferente de crear el bien.

El bien es un estado capaz: una burocracia que puede proteger al país y a su pueblo, mantener la paz, hacer cumplir reglas y contratos, proporcionar infraestructura y servicios sociales, regular la actividad económica, comprometerse con obligaciones inter-temporales de manera creíble, y crear una política tributaria que permita financiar todo lo anterior. La falta de un estado capaz es lo que causa tanto la pobreza y el retraso como la corrupción: la incapacidad de evitar que los funcionarios públicos, a menudo en colusión con otros miembros de la sociedad, subviertan la toma de decisiones para obtener beneficio personal.

Se podría argumentar que reducir la corrupción conlleva la creación de un estado capaz; el bien se crearía a partir de la lucha contra el mal. Pero, ¿es así? Es frecuente que profesores y enfermeras falten a su trabajo, pero esto no significa que si no lo hicieran, los resultados serían mucho mejores. Es posible que los policías dejen de exigir sobornos, pero no por ello mejorarían sus capacidades para atrapar delincuentes y disminuir la criminalidad. La reducción de las coimas no implica que existe la capacidad para administrar contratos de concesiones ni recaudar impuestos.

Fuera de encarcelar a algunos corruptos, las medidas para combatir la corrupción típicamente comprenden reformas a las normas de adquisiciones, a los sistemas de gestión de las finanzas públicas, y a la legislación anti corrupción. La presunción subyacente es que, a diferencia de las antiguas, las nuevas reglas sí serán cumplidas.
Ésta no ha sido la experiencia de Uganda. En 2009, bajo presión de los organismos de cooperación internacional, el gobierno de este país aprobó lo que entonces se consideró la mejor legislación anti corrupción del mundo; sin embargo, han continuado decayendo todos sus indicadores de corrupción.

Uganda no es una excepción. Mi colega de la Universidad de Harvard, Matt Andrews, ha documentado el fracaso de las reformas a la gestión de las finanzas públicas diseñadas para evitar el soborno. Pero, las razones a las que obedece este tipo de fracaso, no son exclusivas de la gestión financiera.

Toda organización necesita ser percibida como legítima. Se puede crear esta percepción si la organización logra cumplir las funciones para las que fue creada, lo que es difícil. Alternativamente, puede recurrir a una estrategia del mundo natural llamada mimetismo isomorfo: de la misma manera en que una serpiente no venenosa evoluciona para adquirir un parecido con las especies venenosas, una organización puede aparentar ser semejante a una institución que se percibe como legítima en otros ámbitos.

Y esto es lo que la agenda anti corrupción con frecuencia termina estimulando: la creación de organizaciones más obsesionadas con cumplir los nuevos y engorrosos procesos que con lograr las metas para las que fueron concebidas. De acuerdo a lo que sostienenLant Pritchett, Michael Woolcock y Matt Andrews, de la Universidad de Harvard, cuando organizaciones ineptas adoptan “mejores prácticas”, tales como sistemas de gestión financiera y reglas de adquisiciones, se distraen demasiado con protocolos que distorsionan las decisiones como para hacer aquello para lo cual fueron establecidas.

De acuerdo a lo que ha señalado Francis Fukuyama, uno de los máximos logros de la civilización humana ha sido el desarrollo de un estado capaz, que rinde cuentas y se rige por el estado de derecho. Esto supone la creación de un sentido compartido “del nosotros”, una comunidad imaginada, en cuyo nombre actúa el estado.

Ésta no es una tarea fácil cuando las sociedades están profundamente divididas por cuestiones étnicas, religiosas o de estatus social. En el fondo, ¿para quién es el estado? ¿Para todos los iraquíes o solamente los chiitas? ¿Para todos los kenyanos o sólo los kikuyu? ¿Qué puede impedir que el grupo étnico que ejerce el poder desvíe recursos hacia sí mismo bajo el argumento de que ahora “nos toca comer”? ¿Por qué aquéllos que están en control del estado no habrían de transformarlo en su propio patrimonio, como en el caso de Venezuela, donde después de más de dos años de la muerte del presidente Hugo Chávez, sus hijas todavía ocupan la residencia presidencial?

La lucha contra la corrupción nos moviliza a todos porque queremos erradicar el mal y la injusticia. Pero, debemos recordar que arrojar el mal al mar, no significa que en nuestras costas vaya a aparecer súbitamente el bien que nos hace falta.

 

Traducción de Ana María Velasco

Publicado originalmente en Project Syndicate

 

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