Según Balzac en Europa del siglo XIX había ciertas damas del oficio dispuestas en la alcoba a todo lo que diera la imaginación, salvo la injerencia por la vía clásica. Así se mantenían incólumes para futuros y felices matrimonios, a los que llegaban íntegras. Se las llamaba semivírgenes. Brilla su parecido con varios tipos de personajes asociados a las semidemocracias o semidictaduras, novedosas excrecencias autoritarias con utilería democrática más o menos presentable, de renombre desde 1989. En Venezuela a partir de 1998 se degenera de una democracia en desarrollo a la semidictadura, mutación genética de la dictadura para adaptarse a la era global.
El concepto es original de Giovanni Sartori, pero lo desarrolla la politóloga Marina Ottaway en La democracia desafiada: el auge del semiautoritarismo (Carnegie Endowment: 2003). Con una apariencia de instituciones constitucionales, libertad de expresión restringida pero no inexistente, régimen de partidos y sindicatos aunque en jaque, el gobierno maneja a voluntad la Justicia, el sistema electoral y el Parlamento que cumplen funciones que “la revolución” les permite. Chávez, Kirchner, Morales, Correa y Ortega estupraron las constituciones para eternizarse gracias a “constituyentes”, como pide FARC en Colombia, o a la invasión desembozada del Poder Judicial. Los “K” por el milagro del amor y la trasmisión conyugal del gobierno.
Morales, Correa y Ortega lo han hecho hasta ahora mejor que los otros, con la astucia de no asfixiar la vida económica. Mantienen países productivos, con sensatez y ayuda del petróleo venezolano. Venezuela, en cambio se sumerge en la parálisis, el colapso, al decir de Lukács “alquiló habitaciones en el hotel del abismo”. En medio del Niágara de petrodólares es casi un damnificado y eso explica el “viraje” para pedir apoyo empresarial, a la “burguesía” en su pintoresco lenguaje. Las reuniones celebradas marcan el fracaso, la catástrofe, del delirio colectivista parido por la febril cabeza del caudillo difunto. Son gritos desesperados en el pantano.
La paradoja es que en los últimos meses se radicaliza la involución, pareciera asomarse una dictadura con menos disimulos y un uso rudo del Terrorismo de Estado. El nuevo gobierno cuestionado electoralmente, a caballo -o por el cabello- en una trapisonda, amenaza con prisión a opositores a diestra y siniestra, y encarcela un prestigioso general sin motivo. Desencadena una brutal represión con muertos y heridos, y atribuye la responsabilidad a las víctimas, en un acto de terrorismo judicial de la Fiscalía de la República. En Barquisimeto y otros sitios fue represión masiva y sádica.
Un golpe de Estado contra el Parlamento suspende el derecho de palabra y sigue con el linchamiento físico de los diputados. El cuestionado mandamás “cita a su despacho” representantes de grandes medios de comunicación, como cualquier tiranuelo de la triste historia latinoamericana. Vivimos el cruce entre una crisis política y el desplome económico. Pareciera que quieren pasar a una dictadura abierta al tiempo que la sociedad hierve de conflictos y amenazan el desabastecimiento y la inflación. La experiencia latinoamericana indica que apretar tornillos en una sociedad alzada es improbable y posiblemente fatal. A menos que habiliten paredones.
Durante los 80, los autócratas soltaron como brasas ardientes gobiernos usurpados, para que los demócratas enfrentaran la Crisis de la Deuda y la ingobernabilidad. Hasta ahora los movimientos opositores en semidemocracias han tenido suficiente inteligencia para participar en los maltrechos y deformes procesos y mecanismos institucionales, con resultados diferentes de acuerdo con la aptitud, suerte y coraje de los dirigentes. La democracia ganó con Yuschenko en Ucrania, perdió contra Lukashenko en Bielorrusia, y mientras triunfó con Toledo en Perú, fracasó con dirigentes radicaloides en Venezuela hasta 2005, para recuperarse a partir de 2006.
La izquierda latinoamericana se desplazó al centro en sus países, impulsa procesos de crecimiento económico con redistribución y fortalece las instituciones del Estado de Derecho. Pero la profunda falta de escrúpulos y principios huele mal en la camisa de sus líderes y apesta sus éxitos. Mientras los partidos que gobernaron Venezuela, inspirados en Betancourt, fueron profundamente solidarios con los perseguidos por las autocracias, ahora Lula, Rousseff, Mujica, Humala, Santos y varios otros prefieren ser gestores internacionales, semivírgenes de grandes negocios, que verdaderos estadistas.